La notificación de los actos de gestión o aplicación de los tributos constituye uno de los problemas endémicos de la Administración tributaria que más irrita y al que con más impotencia ha de enfrentarse el contribuyente español, sea éste estatal, autonómico, foral o local; habiendo alcanzado el asunto en los últimos años un grado de degeneración verdaderamente insoportable, tan insoportable que es dado ubicarlo extramuros de la seguridad jurídica.

Es posible, incluso probable, que la cuestión de referencia, su regulación más exactamente, no puede alcanzar, por la propia naturaleza de aquella, una condición superior a la de “ficción jurídica”, pero ello no debe conducir necesariamente a una situación tan grave de degeneración de la materia como la que el contribuyente padece en estos tiempos. Ciertamente, no es tolerable que el trayecto del acto de gestión tributaria, el que va desde su adopción hasta su ejecución forzosa, se haya reducido, en muchos casos, a un pequeño paseo desde la oficina gestora hasta la cuenta bancaria del contribuyente.

Sea como fuere, y sin entrar aquí en la consideración de las causas de la situación referida, pues no es ello lo que interesa reflejar en estas líneas, viene a cuento, empero, dejar reseñado en las mismas un pequeño alivio, muy pequeño y circunscrito al ámbito del IBI, que el TS ha tenido a bien conceder recientemente a los sujetos pasivos de ese tributo por medio de la STS de 22 de junio de 2011.

En efecto, según el Alto Tribunal los órganos de gestión tributaria del mencionado impuesto, una vez intentada sin éxito la notificación personal de los actos de liquidación del tributo, por ejemplo, no pueden recurrir seguidamente a la notificación edictal, sino que han de verificar en el Catastro Inmobiliario el domicilio del titular catastral que ahí figura, y de ser dicho domicilio distinto del conocido por ellos, deben intentar en este último la notificación personal antes de recurrir a la edictal, ya que ésta tiene carácter subsidiario.

Lo dicho; un pequeño alivio, un milagro en los tiempos que corren: bienvenido sea.

José Ignacio Rubio de Urquía