Hace más de una década que a las autoridades catalanas de entonces se les ocurrió, por motivos puramente electoralistas, establecer un impuesto propio sobre las grandes superficies comerciales (IGEC), so pretexto de gravar las externalidades que el ejercicio de esa actividad genera y no asume. Conforme a la moda ya asentada en aquel tiempo, al impuesto en cuestión se le atribuyó carácter de tributo extrafiscal y finalidad medioambiental, siendo el caso que se trata de un vulgar impuesto de finalidad exclusivamente recaudatoria, que se limita a gravar con una cantidad determinada el número de metros cuadrados del establecimiento comercial objeto del mismo.
Como no podía ser de otra forma, el IGEC catalán fue objeto del pertinente recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Presidente del Gobierno de la Nación ante el TC, sede ésta donde todavía dormita a la espera de no se sabe qué. Y tras Cataluña, fueron Navarra, Asturias y Aragón quienes establecieron impuestos sustancialmente idénticos al catalán, todos los cuales se encuentran recurridos ante el TC, donde también dormitan y dormitan. La cosa pudo haber tenido su gracia en tiempos de supuesta “bonanza económica”, bonanza esa que se ha venido abajo como un castillo de naipes, pero no tiene ninguna gracia en un estado de cosas como el actual, en el que vender un par de calcetines cuesta Dios y ayuda.
Es completamente intolerable que en una situación de crisis galopante como la que está sufriendo España, que no parece que vaya a abandonarnos en mucho tiempo, que está afectando especialmente al consumo y, por ende, al comercio minorista en todas sus modalidades, se tenga en vilo durante tantos años a grandes y serias empresas que crean riqueza y dan trabajo a cientos de miles de personas; y que se les tenga en vilo aguantando avales multimillonarios, sin saber a qué atenerse a corto, medio y ya largo, muy largo, plazo, solo pendientes de que el “Alto Tribunal” tenga a bien resolver, resolver lo que sea.
Ha llegado la hora de dejar de lado la demagogia académica y política en la que surgió el engendro fiscal a que se viene haciendo referencia; la hora de sustituir tributación injusta e innecesaria por supresión del ingente gasto público superfluo; la hora de dejar de machacar la economía productiva con resoluciones judiciales difícilmente sostenibles; la hora, en fin, de hacer frente al infame IGEC, poniendo al descubierto su auténtica y perversa realidad y expulsándolo del ordenamiento jurídico. En otro caso, y que nadie lo dude, se estará coadyuvando consciente y decisivamente al empobrecimiento de España.
José Ignacio Rubio de Urquía